Manuel Acedo, jubilado apacible y viudo resignado, recibe un terrible diagnóstico que lo conducirá a las puertas del Más Allá («¿Qué hacer cuando te anuncian que el trágico destino que a todos nos espera tú lo tienes a plazo fijo y escalofriantemente breve?»). Lejos de desesperarse, decide reflexionar a través de la escritura y empieza pidiéndole cuentas a un dios en el que nunca ha creído, para despacharlo rápidamente y ponerse a explorar aspectos semiolvidados de su vida que lo llevan a territorios ignorados, como los motivos de la huida de su padre, las conexiones de este con el mundo del contrabando, o el recuerdo de un efímero affaire amoroso de juventud nunca olvidado del todo pese a su incuestionable amor por su mujer Etelvina, recién desaparecida.
Y, precisamente, será su mujer la protagonista de la parte más importante del relato cuando Manuel Acedo descubra accidentalmente unos legajos que ella guardaba en una carpeta, bajo el epígrafe
Amor verdadero, y que le ayudará a ordenar y descifrar su sobrina Pilar, su única conexión con el exterior. La dolorosa indagación sobre el posible engaño de su adorada Etelvina se convertirá en una obsesión para el antiguo protésico dental, un hombre de sencillas certezas puestas en tela de juicio al final de sus días.
Con la habilidad del que «sabe mirar» más allá de la apariencia, Pedro J. Bosch ha construido una historia de historias, un tapiz/
patchwork en el que unos y otros interpretan distintos papeles: personaje, narrador, autor, editor..., con el fin último de que la escritura («novelar es crear vidas alternativas, sobrevivir») nos ayude a salvarnos del silencio, del dejar de ser, de decir...
Me parece tierno y humanísimo que un moribundo desee, y preferible a que chapotee en su ominoso e inexorable destino (al fin y al cabo, solo relativamente más inmediato que el nuestro) o a que se rinda a un rezo compulsivo, a un imposible diálogo con un ser sobrenatural que nadie ha visto y del que no hay prueba alguna de que exista más allá del interior de nuestros cerebros. Aunque parezca increíble, Etelvina y yo nunca llegamos a hablar de Dios, y eso a pesar de que ambos nos conocimos en misa cuando no teníamos más de doce años. Ni siquiera sé si en el fondo creía, era muy reservada en esos asuntos. Sí, despotricaba como yo de curas, monjas, arzobispos y papas, pero, sin embargo, no recuerdo haberle oído nunca afirmar que no esperase nada tras la muerte. ¿Y si en el fondo esperaba? Debí haberle organizado unos funerales religiosos por si acaso. Pero no lo hice, di por hecho que ella no lo hubiera querido. ¿Y si por mi culpa tiene problemas de ingreso en el resort de allá arriba?
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